El tiempo está cambiando. El campo, de acuerdo, necesita estas lluvias dadivosas, pero mi alma, que algo tiene de sureña, se alimenta de energía solar. ¡Lorenzo, no nos olvides...!
Estoy pasando la escoba por el local antes de abrir porque ayer, a la hora de echar el cierre, no me quedaban ya fuerzas.
Trabajo en “La Paradinha”, un bar de carretera. El sitio predilecto de la gente que viaja porque no le queda otra. Gente en tránsito, como si dijéramos.
Oigo que alguien hace toc-toc en la puerta. Levanto la vista y no es el clásico jovenzuelo en busca de una última copa. Es un hombre mayor, con una especie de boina blanca –sin pitorro- y completamente vestido de blanco. Hoy nadie viste de blanco salvo, tal vez, algún novelista estrafalario y genial. Tiene cara de buena persona. No sé qué hace un hombre tan mayor a estas horas llamando a la puerta de un bar así.
Hago un gesto inquisitivo con la cabeza que él interpreta como un saludo y se ilumina su cara ancha de labriego honrado. Voy a abrirle, caramba, igual me cuenta algo divertido.
Abro la puerta y me hago a un lado para que entre.
- Vuenos días – le digo -, adelante.
- Buenos con be –dice él, con un fuerte y simpático acento eslavo- y tú dicho con uve.
Qué raro es este tío, pienso, pero no sé muy bien porqué.
- Continúa con escoba, yo sirviendo café – dice él, y el tipo, con más agilidad de la que da a entender su viejísimo corpachón, se mete detrás de la barra y se pone a trastear en la cafetera -. Barra sucia, no barrido aquí – dice y, si no fuera por ese algo gentil que hay en su sonrisa del este, diría que empieza a tocarme las narices, el eslavo de los huevos.
Pero en vez de mosquearme, lo que hago es sentarme a la barra, como si fuera un cliente y le digo:
Estoy pasando la escoba por el local antes de abrir porque ayer, a la hora de echar el cierre, no me quedaban ya fuerzas.
Trabajo en “La Paradinha”, un bar de carretera. El sitio predilecto de la gente que viaja porque no le queda otra. Gente en tránsito, como si dijéramos.
Oigo que alguien hace toc-toc en la puerta. Levanto la vista y no es el clásico jovenzuelo en busca de una última copa. Es un hombre mayor, con una especie de boina blanca –sin pitorro- y completamente vestido de blanco. Hoy nadie viste de blanco salvo, tal vez, algún novelista estrafalario y genial. Tiene cara de buena persona. No sé qué hace un hombre tan mayor a estas horas llamando a la puerta de un bar así.
Hago un gesto inquisitivo con la cabeza que él interpreta como un saludo y se ilumina su cara ancha de labriego honrado. Voy a abrirle, caramba, igual me cuenta algo divertido.
Abro la puerta y me hago a un lado para que entre.
- Vuenos días – le digo -, adelante.
- Buenos con be –dice él, con un fuerte y simpático acento eslavo- y tú dicho con uve.
Qué raro es este tío, pienso, pero no sé muy bien porqué.
- Continúa con escoba, yo sirviendo café – dice él, y el tipo, con más agilidad de la que da a entender su viejísimo corpachón, se mete detrás de la barra y se pone a trastear en la cafetera -. Barra sucia, no barrido aquí – dice y, si no fuera por ese algo gentil que hay en su sonrisa del este, diría que empieza a tocarme las narices, el eslavo de los huevos.
Pero en vez de mosquearme, lo que hago es sentarme a la barra, como si fuera un cliente y le digo: